___________________________________________
Era la primera vez que entraba a un salón de clases como docente. Con la frente bien en alto y la mirada seria, crucé el pasillo, proveniente desde las escaleras, y empujé, sin previo aviso, la puerta del aula 10 B. Debido a lo escondido del amplio recinto y al bullicio de los niños de primaria en su matinal descanso, el profesor que se encontraba allí no había escuchado la campana y mi irrupción casi lo saca de casillas. Por mi aspecto físico me hubiese confundido con otro de sus sometidos, quiero decir de sus estudiantes, pero no tenía el respectivo uniforme, así que luego de mirarme como un enemigo me preguntó jovialmente:
— ¿Usted es el nuevo?—
A lo que contesté entre asustado y desafiante:
— Sí, ¿Por qué?—
Me sonrió. No comprendí en ese momento por qué, pero luego entendí que sin proponérmelo y sin interesarme estaba ingresando a una gran hermandad: la de los educadores, fuerte, solidaria y luchadora. Salió caminando con los libros debajo del brazo, sin despedirse de sus pupilos (Quizás ya lo había hecho, nunca pregunté).
No detallé su aspecto, sólo lo miré a los ojos. Reflejaban una cordialidad y candidez opuesta a cualquier descripción que de él pudieran realizar sus aprendices, mediada, en cualquier caso, por las experiencias funestas del acto educativo, que los enfrentaba a diario.
Una vez en el aula y frente a los estudiantes, el oxígeno me faltó, el auditorio me pareció inmenso, no percibía veintitantos estudiantes, dato consignado en la lista. Eran mil. Escuchaba millares de voces cruzándose entre sí y provenientes de seres bicéfalos, sin pies ni manos, en cambio sí con tentáculos y bocas grandes portadoras de afilados colmillos sedientos de profe.
—Profe, profe, profe—
Una enérgica voz me sacó de la alucinación producida por el miedo escénico de la primera función. Respondí automáticamente. Mi pulso desaceleró, mis poros dejaron de destilar sudor y mi vista dejó de ver visiones obnubiladas de monstruos, para enfocar jóvenes entre 15 y 17 años de edad.
Volví en sí como si nada. Saludé y me presenté:
—Buenos días, mi nombre es Alexánder De Jesús Hernández Marín, y soy su nuevo profe de introducción al periodismo—
Ellos soltaron una carcajada al unísono, por aquello de De Jesús, que francamente no combina con Alexánder.
Poco a Poco sus sonrisas y su complicidad me devolvieron la confianza y me hicieron olvidar la idea del inexorable preceptor y el infalible lápiz rojo, con la que quería que sus mentes adoctrinadas me conservaran por el resto de sus días.
Me di cuenta, entonces, que no era capaz de reproducir lo que padecí en mi época de colegial, que no sería un dictador, un monje medieval, (con el perdón del sistema) que mi manera de enseñar iba más a allá de la recolección y transmisión de datos, que yo quería comunicar, hacer del acto educativo un acto comunicativo, bidireccional no unidireccional y transmisionista. Un acto donde el protagonista del show no fuera sólo el director de orquesta, la batuta, sino toda la agrupación en su conjunto: músicos habilidosos para tocar sus instrumentos.
— ¿Usted es el nuevo?—
A lo que contesté entre asustado y desafiante:
— Sí, ¿Por qué?—
Me sonrió. No comprendí en ese momento por qué, pero luego entendí que sin proponérmelo y sin interesarme estaba ingresando a una gran hermandad: la de los educadores, fuerte, solidaria y luchadora. Salió caminando con los libros debajo del brazo, sin despedirse de sus pupilos (Quizás ya lo había hecho, nunca pregunté).
No detallé su aspecto, sólo lo miré a los ojos. Reflejaban una cordialidad y candidez opuesta a cualquier descripción que de él pudieran realizar sus aprendices, mediada, en cualquier caso, por las experiencias funestas del acto educativo, que los enfrentaba a diario.
Una vez en el aula y frente a los estudiantes, el oxígeno me faltó, el auditorio me pareció inmenso, no percibía veintitantos estudiantes, dato consignado en la lista. Eran mil. Escuchaba millares de voces cruzándose entre sí y provenientes de seres bicéfalos, sin pies ni manos, en cambio sí con tentáculos y bocas grandes portadoras de afilados colmillos sedientos de profe.
—Profe, profe, profe—
Una enérgica voz me sacó de la alucinación producida por el miedo escénico de la primera función. Respondí automáticamente. Mi pulso desaceleró, mis poros dejaron de destilar sudor y mi vista dejó de ver visiones obnubiladas de monstruos, para enfocar jóvenes entre 15 y 17 años de edad.
Volví en sí como si nada. Saludé y me presenté:
—Buenos días, mi nombre es Alexánder De Jesús Hernández Marín, y soy su nuevo profe de introducción al periodismo—
Ellos soltaron una carcajada al unísono, por aquello de De Jesús, que francamente no combina con Alexánder.
Poco a Poco sus sonrisas y su complicidad me devolvieron la confianza y me hicieron olvidar la idea del inexorable preceptor y el infalible lápiz rojo, con la que quería que sus mentes adoctrinadas me conservaran por el resto de sus días.
Me di cuenta, entonces, que no era capaz de reproducir lo que padecí en mi época de colegial, que no sería un dictador, un monje medieval, (con el perdón del sistema) que mi manera de enseñar iba más a allá de la recolección y transmisión de datos, que yo quería comunicar, hacer del acto educativo un acto comunicativo, bidireccional no unidireccional y transmisionista. Un acto donde el protagonista del show no fuera sólo el director de orquesta, la batuta, sino toda la agrupación en su conjunto: músicos habilidosos para tocar sus instrumentos.
Que experiencia tan enrriquecedora para vos, te diste cuenta de tu verdadero fuerte.
ResponderEliminarLo bueno de las experiencias es que uno aprende demasiado y esto le ayuda a trascender en su vida laboral y profesional.